jueves, 1 de noviembre de 2012

Un reloj que habita sólo en las madrugadas frigoríficas en estaciones ventosas. Un tiempo que pasa polimórfico como una sombra de esas que acechan sentadas en asientos de piedras y se esfuman cuando la desolación nómade se traslada a otro cuerpo, con la misma voz. Las noches no tienen la corona de soledad, ese podio pertenece a la mañana helada que te despierta de un bofetón de hora ymedia con la aceleración automática y los acosos de las sombras de los asientos de piedra. Y el ajetreo diario de las hojas piloto que surcan las estaciones donde el frío ocurre para verificar que la moldeada rutina maldita se ejecuta armónica y según lo trazado. Son las mañanas las que nos hielan los sueños como si sus juegos fueran morbosas actividades de titiritero que se ensaña con sus propios títeres, que tienen la muda expresión de los sin voluntad (de esos los hay sin ser de madera).
He despertado ahí, entre los asientos de piedra, y creo que formo parte del credo de sombras acechadoras, y he espantado a más de un sueño, con mi aliento de mil verdades distorsionadas. La vida de maldad está sobrepoblada, ¿Cómo podría ser de otra manera? Es que vivir cien madrugadas de hielo en los párpados te amiga con algunas de las costumbres más crueles. Y la crueldad cambia de perspectiva porque se vuelve cotidiana, como reinventada venganza. Cuando se habita en las frigoríficas madrugadas en estaciones ventosas se ve que las sombras son personas llenas del miedo a convertirse en las sombras que ya son, o mejor, miedo a tener que ver y aceptar que son sombras que antaño odiaron y temieron, y ahora se temen y se odian por no querer verse a sí mismos. Sometidos a un destino que buscaron desde lo profundo de la negación profesan la venganza como medio de redención antidemocrática, que es la suma de las partes anuladas. Y alimentan un estilo de muerte que no quieren comprar (aunque lo tengan gratis) y perpetuan el ser iguales en materia de dolor. Ser una inexactitud con la venganza vana contra ellos mismos duele. Cada victoria y cada disparo esa  su vez una derrota y una herida en sus cuerpos desvanecidos. Las guerras son eternas y hay un despuntar del alba pronto a materializarse. Un rayo, dos y un millón esquematizan la ínfima parte del despertar del sol, que disipa la escarcha de la piedra (de los asientos) y vive una vez más para que todas las sombras duerman o viajen, pero que principalmente sean humanas como los son en su primerísima hora. Y el frío, es pasaje de una y otra hora, y el bofetón que ya no arde es recuerdos, y todo y nada. Tal vez no sea en vano.

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