viernes, 25 de octubre de 2013



Cuando leas esto sabrás muy bien lo que he pasado para no hacer de un mensaje una despedida, un vaso medio lleno, Lo que ha costado el pago, lo rápido que voló de mis manos. Sabrás la grandeza tras la marcha. Y es que no soy un cadáver ejemplar, no me sienta bien la losa, la tierra, la degradación. No nos hagamos los tontos, si acá hubo sangre, no es por nada esta forma de salirse de las rutas fáciles, ni este epílogo. Como bien digo, esto no es una despedida, un hasta luego, un ojalá o un tal vez, porque eso sería buscarle un sentido, armarle la cama para que se madrugue de un bocado la normalidad en todas sus formas. Y entonces la despedida en sí no valdría más que un boleto usado, un viento caliente en una caliente tarde de verano. Sería terrible saberse tan inofensivo, tan poco cuchillada a la memoria, un telón que no es nada, y quedarse con la noción de lo acabado. Es donde reside la fuerza del adiós, en la importancia nuclear como punto de partida, como las manos agitadas, los roces tras el abrazo, cosas por el estilo. Por eso tengo que repetirte otra vez que sabrás muy bien lo que he hecho. Cosas de las que no arrepentirse, filos propios de estas horas y estas músicas. Comprenderás que no puedo clavarte un cuchillo y simular una pasión desbocada por la huida, y que no puedo asirme tercamente a una solución que ni si quiera tuve la decencia de elegir yo mismo. No, es algo más, algo que me revuelve, y que tiene que ser así. No le pedirías a una hoja en el viento que regrese y se pose sobre tu mano, ni le pedirías al sol que ilumine hoy otra parte de tu casa, donde la sombra reina desde el génesis de cemento y agua. Por eso es preciso que esta águila, este domador de la tempestad, parta sin más remedio (como si de una enfermedad se tratara, y no) y halle lo que debe, y se extrañe el hogar, los brazos, algún atardecer, y eso se llame tiempo. Y algo sin más sea lo que encarrile y ahuyente los tormentos, un amor de poros y amorfos despiertos, ojos pegados, sangre bombeadora, tersa finta de escape y patas para arriba. Aunque cueste, aunque se sienta duro, y sea malo, frío, un conjunto de sensaciones siempre asociadas a la tristeza, no será triste. Porque la tristeza es el arma con que nos infligimos el daño que creemos merecer. Resuena en mis oídos ese monótono traqueteo propio de los escapes. Sabrás entender, y que volver a verme no es una opción, es mi favor, mi carta, mi despedida, mi cuento o lo que quieras para tu desayuno. Porque leerás esto desayunando, bien te conozco, y tragarás con lágrimas inútiles, medialunas inútiles para un estómago crispado. Sabés muy bien que está lejos de mis intenciones arruinarte el desayuno así, pero es tan triste, y tan perecedero que es mejor de un tirón y dejarte las orejas calientes, sabiendo que cerré con llave antes de correr hasta donde alcanza la vista, allá un par de calles abajo, o más, doblando la esquina, entrando en un café de medianoche o sintiendo que todo lo demás es justamente, todo.

domingo, 13 de octubre de 2013



A veces, la necesidad de encierro lucha codo a codo con la indefinible sensación de descalzarse, como figura clave del rompecabezas, de traer a colación la difícil tarea de entender (poner en lenguaje palpable y propio un mecanismo ajeno, pero sería algo más complejo, algo menos tan así), la última gran tarea del condenado, y poner en práctica un juego de liberación extrasensorial donde cada trinar, cada golpe, sea una simple nota en la trama de algo mucho mayor y consonante. Y yo, con mi tonta forma de sentirme tonto, busco enaltecer hasta lo más alto cada costumbre insignificante, las escalo desmesuradamente y se transforman a mis ojos en fuertes puntos de eterna libertad, una fuerza incandescente que separa los impuestos y el papel de cocina, y la semilla de un abrazo, el suave oleaje de la inocencia. Le era dado así, sin mayores presentaciones, sin un anuncio importante, le surgía innato y confirmaba con cada acción una admiración de mi parte, algo tan inaccesible a mis ojos.

jueves, 29 de agosto de 2013

Sabés que sería mucho más fácil si me pudiera enamorar de vos. Sería como barrer, como sacarle el polvo a esa alfombra, o algo un poco más consistente, rayos de sol, cosas así. Pero las cosas como están, no, no dejan, para nada, y aunque lo intente sé que no puedo lograr más de lo que logro hasta ahora. Sentir una especie de sentimiento. Cuando se pone a uno como madre, no, no es eso tampoco, pero vos me entendés, si no me entendieras no estarías acá y yo no estaría diciendo estas cosas, aunque me encante decir las cosas cuando no se tienen que decir. Te hice derramar el café, ¿Te das cuenta? Y no, dejá, yo lo limpio, no pasa nada. ¿No te molesta si cocino mientras hablamos, no? Es así. ¿En qué estaba?
Ah, las cosas fáciles. Sí, bueno, es que no es tan simple como amarte y ya está, como dar la vuelta en la esquina, encontrar un colectivo que nos lleve, que no importe si se te cayó el pulóver de la mochila y ya está porque estamos arriba y nadie quiere bajar y subir porque después hay que bajar. Tampoco es que no quiera amarte, no lo tomes así, es que si yo te amara las cosas serían tan fáciles que daría calambres, ¿Entendés? Y no es la idea. Si la vida se ordena tan fácil como la toalla en el baño es probable que se caigan un par de vidrios y deje de ser gracioso cortarse tanto. No existe la fórmula de la cura para el desamor. En realidad, no es desamor, es algo distinto, otro gris, una guadaña, algo tan impreciso, un poco de abrazos, sí, eso sí, pero nada de sanguínea ósmosis cariñosa, termina ahí, se vuelve polvo, un magnetismo intrínseco y situacional.
Ay, ¿Ya ves? No puedo hablar y cocinar, son dos cosas que simplemente no puedo hacer. Creo que nunca pude hacer dos cosas a la vez sin arruinar una de ellas, o las dos. Como no podía atarme los cordones y comer un alfajor, o seguir con la mirada el recorrido de un caracol si había que hacer esa declaración de principios que es elegir a los miembros de un equipo. No me exijas entonces que sea amante y carroñera a la vez, si es un papel a elección, canturrear, cocinar, desvestirse analíticamente, cuestiones por demás no paralelas, si vos comprendés, si comprendemos, que no hay paralelismos para mí desde el instante en que pongo mi enfoque a trabajar zumbando. Hoy estoy en esos días que no puedo poner a funcionar los mecanismos necesarios para que estés en mi centro. Y ahora la comida que se pierde un poco, y esta conversación con tintes de monólogo tampoco es que ayude mucho. ¿Vos me amás? Te das cuenta que este es el núcleo de intercambio. Ni que fuera a ser algo tan duro amar a quien no te ama, dale, sabés muy bien que hay cosas más picantes como la muerte y todo eso. Claro, verle la jeta y no saber qué hacer tampoco es lindo, pero no es indispensable para vivir tener eso rascando tu nuca. Y ahora bueno, sentate en la mesa. Vamos a comer todo esto que charlamos. Dicen que hay que masticar las cosas en la almohada, ¿No? Será en la mesa con los ojos cruzados, los pies oliendo a destierro, y la infinita calma de saber que no hay amor cuando se tiene la boca llena de silencio.

viernes, 16 de agosto de 2013

Te amo por ceja, por cabello, te debato en corredores
blanquísimos donde se juegan las fuentes de la luz,
te discuto a cada nombre, te arranco con delicadeza de cicatriz,
voy poniéndote en el pelo cenizas de relámpago
y cintas que dormían en la lluvia.
No quiero que tengas una forma, que seas
precisamente lo que viene detrás de tu mano,
porque el agua, considera el agua, y los leones
cuando se disuelven en el azúcar de la fábula,
y los gestos, esa arquitectura de la nada,
encendiendo sus lámparas a mitad del encuentro.
Todo mañana es la pizarra donde te invento y te dibujo,
pronto a borrarte, así no eres, ni tampoco
con ese pelo lacio, esa sonrisa.
Busco tu suma, el borde de la copa donde el vino
es también la luna y el espejo,
busco esa línea que hace temblar a un hombre
en una galería de museo.
Además te quiero, y hace tiempo y frío.

Julio Cortázar

lunes, 15 de julio de 2013

Ahora mismo sería fácil echarle la culpa a un amanecer, o decir que un año atrás todo era otra cosa. Sería como mover un dedo y ajustar con descaro la memoria tantas veces toqueteada y dejar dispuesto en molde nuevo un nuevo esquema de lo que pasó y de lo que pasaría llegado el caso. Entonces mentir, o prometer, dos caras de la moneda que se eleva en el aire y se suspende el segundo justo para dejarnos babeantes de expectativa por no tomar una decisión y dejar que un pequeño soplo de viento, o la imparcialidad del subconsciente tome las riendas de esa decisión que a fin de cuentas es mucho más que mentir o prometer, que tomar el tren o enfriar un libro en el asiento de piedra. Y con esa falta de responsabilidad rebatir la voz que todo lo insiste con retumbe y redoble, y echarle la culpa a un anochecer, o decir que un año después todo será otra cosa.

sábado, 4 de mayo de 2013



Consistía en contar la vida en no más de diez centímetros, en las piezas aleatorias. Y aunque por entonces perro mira luna no significaba más que una luna, un perro y un mirar, pronto se entendería como el medio más confiable para conocernos, un método desprejuiciado donde la piedra en el pasto era una declaración metafísica de unión, o una alegoría al destierro. No era mandatorio anexar un dibujo ahí donde falla un soliloquio aparente (y si éramos no sé cuantos con eso). No faltaría el tonto que pensara en una unión de cuanto garabato viera (el papel grasiento de esa hamburguesa estación de tren, la factura de luz y el reverso de una plantilla de zapato) para encontrar una continuidad reveladora, como fragmentos divididos, pasajes de una obra mayor, y se vería triple tonto por pensar, buscar y creer (o negar el fracaso) que la ha encontrado.
Ya para cuando estábamos ahí los mensajes eran cosa corriente, un desayuno necesario. De eso se trataba también. Saber al otro en sueños y marcar con palabras la noche.
Una de las partes más jugosas del asunto era descubrir los ficticios, materia complicada en primeros términos. Eso daba de qué hablar. El salvoconducto ¿de qué? Bueno, quizás de una existencia mediocre (¿hasta qué punto puede considerarse mediocre una existencia?). Reformular en términos como esos un vivir tenía algo por lo menos especial, pero estaba claro. No se podía reducir sólo a eso. Tal vez un poco más sucio, de eso que no vale lavarse y ya. Podía ser una forma de independencia con el despojo de una equivalencia imagen palabra y la resistencia a aprehender a uno como un todo.
Surgía este método como una necesidad de un lenguaje tan propio a los suspiros como para emplearlo al anular la verborragia. Porque todo vale cuando se respira en silencio. Cuando el pecho subibaja lleva adelante y atrás, arriba y abajo huracanes de poco más que aire. Se nos descascaró el habla, cayéndose como si la piel fuera la máscara, el diseño de un abrigo contra toda esa fuerza externa en lo que tenía uno que decir para no encasillarse en las incomodidades del no sé qué. Se debiera a mi negación por una conversación que no da más que lo que puede dar, o a lo que tuviera que ser, y así.
Y escuché las hojas rasgadas. Un ritual, un vientre, el tuyo probablemente. Probablemente tu vientre en el lugar correspondiente. Y probablemente los dos haciendo un vocabulario que nos identifique entre los cientos de rostros, aunque sin mirarnos, sin mirar las miradas, sin poblar la mente con el recuerdo de una cara y armar la ajena con cientos de miles. Entonces tendrías la nariz aquella, con la profundidad de esa sonrisa, el mentón recto aquel y la frente amplia como esta misma. Pero se haría todo de nuevo con los rasgos de ese día, de la esquina y la parada, o del almacén, el árbol cobijo, o el mantra agobiante de la tarde.
Consistía en contar la vida sin mirarse, dejando un mensaje corto en donde otro pudiera encontrarlo, o no, pero en esencia, abriendo lo que hay que abrir de una vez en la vida. Las reglas están para romperse, dicen y dicen.

sábado, 30 de marzo de 2013



Un montón de fotos que son necesarias para darles besos, los justos para las cosas que se lo merecen. Como las notas de heladera, los zoquetes colgaditos de una rama porque olían mal y los tiré afuera (y después llovió, siempre). Un montón de papeles arrugados por el viento, tironeados por la modorra y cuando me tiro a dormir en cualquier lado que ofrezca las comodidades típicas del sol que cae calentando baldosas. Me despierto acalambrado, hecho un manojo, y con mi tiranía sedentaria me arrastro pendenciero al rincón más frío de mi cama deshecha y muero una tarde, una noche y la hora del almuerzo. Sin embargo, hay días que me quedo estacionado entre el patio y la puerta que nunca cierra del todo, y dibujo con los dedos transpirados las formas inventadas de un nombre que alguna vez supe y que elegí olvidar. Un nombre que me suena a todo y nada, que me gusta pronunciar por primera vez porque nunca supe las letras que lo componen. Un nombre al que le invierto las sílabas y le dibujo escaleras que vienen y van encastrándose en mis dedos y mi transpiración y el tartamudeo tonto al leer lo que escribo (porque aprendo al instante que olvido cada letra y el sonido de esto que intento hacerme entender). A veces me quedo dormido ahí, y se me cubre el pelo de hojas y ramitas, y de la noche viene una melodía que me canta al oído despacito, tenue y sublime, finito y total.

sábado, 16 de marzo de 2013



Cuando tengo la decencia de pronunciar tu nombre, un yo-sé-qué me fervoriza y me estremece, erizando las palabras que prosiguen, y las frases que te armo como si de amor quisiera expresar cuestiones. Subí trepando con ansiedad la cúpula para la aurora de un mundo para armar, al borde de la mano (me tocaba las yemas con el tacto propio de tus hombros). Ahí me gusta decir tu nombre, porque si cae agua se mojan mis labios que tiendo a humedecer una y otra vez porque tu nombre así lo pide, y si hay sol no importa, porque la sombra de dos arbolitos me refugian como debe ser. También escribo tu nombre con esa máquina de escribir que encontramos tirada en la plaza, llena de tierra (vos te reías porque soy ocurrente, y porque me gusta la tierra, las máquinas de escribir, las cosas tiradas y la plaza) y si bien no tengo hojas, y las teclas se traban y no hay tinta, darle con fuerza a cada letra de tu nombre me hace sentir que puedo escribirte el aire y hacer de vos una historia con los matices que requiero cuando pasa esto (de añorar, escribir, decir tu nombre). La primera vez que lo dije me sonreías tontamente como tontamente yo pronunciaba mal tu apellido con tantas zetas y haches, que no, ni de cerca dije una sílaba bien, pero no pasaba nada porque vos me sonreías tontamente, ¿y yo qué más iba a hacer?. Y esta máquina que se traba. La probé aunque vos decías que se iba a trabar y yo te decía que si se trababa podría escribir mejor, como si trabarse o no fuera un factor decisivo en lo que tenía para decir y para expresar, y vos me decías que sí, que no funcionaría y que no escribiría ni diría nada porque no se entiende lo dicho en el viento (alguien la había tirado en la plaza al fin y al cabo, eh). Ya ni me acuerdo lo primero que escribí, pero era algo de vos y tu nombre (que escribí peor de lo que lo pronunciaba, imaginate), y también algo tierno y triste, o algo de unas nenas que jugaban ahí y que me vieron levantando la máquina del barro, sacando la piedrita que trababa la jota, y mirando cariñosamente el borrón en la eme, la pe y la equis. Hice la promesa de escribir un cuentito o diez poesías, y hacerme la escritora famosa cuando ni el cuadro podía pintarte, aunque me lo pedirías en tu cumpleaños, al otro mes, o al otro año, cuando ya pronunciaba tu apellido y nos reíamos de la tontera de esa vez, que fue la primera vez que entendiste un poco más las plazas, la tierra y las máquinas de escribir. Yo entendí de vos, y de las pausas que gustabas crear, antes de abrir un regalo, al descubrir el olor de un champiñón salteado, al despertarte en medio de la noche e ir hasta la ventana del living, y escuchar bajo el calor aprensivo la fiesta, la borrachera de los miércoles a la noche que siguen y siguen girando mientras dormís sin mí, porque así dormías en ese momento, y dormir entonces digo, de nuevo y sin reparo como si nada hubiera pasado abajo, afuera, ni el calor, para encontrar una carta mía en el borde de la puerta a la mañana, que te había dejado a la noche sin revelarte mi presencia ni que yo era la causa de tu despertar, ni la fiesta, ni la borrachera, y que te diera vueltas la cabeza era signo de que hoy había entrado en tu mente y no te olvidarías tan fácil de la máquina de escribir aire, ni de mi sonrisa maníaca infantil moviendo tierrita. Y ahora que estoy escribiendo esto así, nadie lo va a leer, y las teclas siguen despintadas, hasta algunas trabadas, y nada importa, nada ni nadie, y se me acalambran los dedos ya, besitos y adiós. Adiós adiós adiós.