jueves, 24 de febrero de 2011

Sus ojos me sabían a pasto húmedo y esponjoso. No había lejanía entre los suyos y los míos, casi era todo uno. Reinaba un aire cargado de dulzor que no empalagaba, y ni el tiempo resonaba amenazador. No había cereza que encajara tan al postre, como sus piernas desnudas acariciando las mías, rodeando con su espesura amante mi, antaño helada, carne. Los lunares que cubrían intermitentes la belleza de su espalda, y aquel solitario que poblaba tímido la encendida juventud de su rostro, hacían burbujear mi pasión en una vorágine desatada y elemental. Su pelo era una maraña de hermosura y un sendero heroico, un laberinto donde mis dedos perdían amablemente la cordura, y donde no me importaba salir algún día.

Quebraba mi noche el reflejo de la oscuridad en el sosiego de sus párpados. Afuera caía agua, adentro, llovía fuego. Y entre nosotros la censura no existía, y me mostraba más imperfecto que nunca, y ella, extensa y perdurable. Gemía el encanto que derrochábamos, perpetuándose en un estertor infinito del que nunca querría alguien escapar.

Sentí cómo el tacto formaba un puente, arrancando las páginas del silencio, y creando sonidos inaudibles, pero completamente palpables.

-Se me durmieron los pies, creo que me voy a quedar dormida en cualquier momento.

-Dormí.

-Pero quiero quedarme mirándote.

Inevitablemente sus ojos perdieron la fuerza, pero no la energía, y cayeron abatidos en el mundo onírico al que viajan aquellos que de verdad lo necesitan, y los que lo merecen.

Soñó con jardines rebosantes de magia y asimetría, artesanales pasillos con baldosas irregulares que desbordaban cariño. Con libros en blanco, impacientes por resguardar historias inventadas y por inventarse.