lunes, 19 de mayo de 2014



1
La polaca. La polaca en los brazos de otro. La polaca besando sus hombros, tocando su pecho. La inercia de sus cuerpos volando contra mis ojos. La pared de mi mente que implosiona ladrillo por ladrillo y deja ver más allá (donde se besan, se tocan, se abrazan). La calleja penumbra por la que corre la polaca para alejarse de mí, lejos, muy lejos de lo que conocemos. Bien cerquita el fluir era imperceptible. Hermosamente adormecidos entre el presente y nosotros, sin pasado ni futuro. La polaca que goza y estrepitosamente ríe del incendio de nuestra alcoba, de la corrosión de nuestros caminos. Sin embargo, parecía feliz. Feliz de la corriente de mi sangre que fluye por el piso, de la penumbra de mis ojos opacados por su luz, de la rabiosa forma con que besa lo que no es mío (esa fuerza de posesión incontrolable). Tenía la pedante manera de caminar sobre mi cadáver (¿Ya dije que yo era un cadáver?) sin mirar atrás. Me pisoteó y no le importaba. También me pisotearon sus mentiras, me pisotearon sus triquiñuelas asfixiantes de amor desalentado. Realmente disfrutaba con todo esto, con lo que perdí en las partidas, con lo que ganó en esta mano (con la suerte de principiante que no tengo). Era su jueguito suculento de putrefacción y humedad. Observarme como un espécimen que luego descartará. Era el desdén de la experiencia pasada, la fórmula infalible para acribillar mi positivismo. La piel ya no importaba. Era la ambivalente pasión de la polaca con su aroma a sexo que una y otra vez me llamaba para que la tuviera, la que me afiebraba impunemente para perderme en una relación de amor despiadado hacia ella y su infinitud.
Al principio los pasos sobre la madera sonaron tímidos, indecisos. Eran como esos besos primerizos de una adolescencia que supimos tener (y que nos reencontraría cuando la causalidad así lo quisiera). Me recorriste una y otra vez, alrededor y por dentro, hasta que extasiada, colmada de mí te repusiste del cansancio de viajar y navegar, y posaste tu posteridad en mis manos. Las manos tuyas, manchadas de tinta, las mías, de polvo. Si nos quedábamos así por tanto tiempo, nos volveríamos un montoncito de polvo en un rincón, el viento nos tumbaría, claro está, pero estábamos descalzos y, en estos cruciales temblores, estar descalzo es la clave. Tampoco me resistí a esa transformación. Dejamos que la lentitud nos apaciguara la llamita de la inequidad (tus besos tienen distinto peso según la estación).
La polaca, ay, la polaca. Me sabía a libertad, me sabía a frenar. Estar con ella es volar, y es dejarse llevar por pasiones que se desatan. Estar con la polaca es mandar todo al carajo, es la idea de que estacionando la angustia desaparecerá y con ella vendrá el goce eterno de la vida sin problemas. Estar estando es vivir respirando, sonar el chasquido de sus dedos que me hacen verla. Fue tal vez por eso, que en ese instante me dolió más que nunca no tenerla conmigo.


2
Desde antes yo te había soñado. Había tenido una visión de retorno, de reencuentro afectivo. Te encontraba brazos abiertos para mostrarme un lugar donde nunca me desintegraría. Eras para mí una causa perdida (y encontrada). Extrañamente no corríamos, aunque teníamos a todos buscándonos y ningún deseo de ser encontrados, porque no importaba. No importaba otra cosa más que tu recibimiento cafeinado y mi quiebre de vencedor vencido para ser atendida por tu pulcritud. Probablemente más de una noche soñé eso, pero hubo una que destacó su forma. En él íbamos en una balsa a toda velocidad, como escapando de las luces matinales, pero no nos desplazábamos. En el preciso instante donde un arpón atravesaba tu pecho me desperté oliendo pasto húmedo, con la cabeza tan en ningún lado como vos y tu ausencia (extrañarte ahora sería burdo). Había tanto para extrañar que no alcanzaba un sueño para completar este encierro de mi propia alineación. Me faltó postura para tener dignidad y llamarte a patadas para que entiendas que tan lejos no podíamos ir (que no podíamos escapar de nuestra piel y sus vicios). Al fin y tarde entendí que la eternidad que se sueña es opaca en nuestros ojos porque no deja ver el piso. Que las trabas que encontramos no son otra cosa que vivir y vivirnos, y que llegar a esa eternidad no es cosa de hoy ni de mañana. Para perpetuarse hay que soñar, y para soñar hay que vivir (los sueños viven aunque no se los sueñe). Es que al final no estabas, al final no te escondías bajo la cama para sorprenderme y reírnos, sino que probablemente estarías masticando una soledad, leyendo en un sillón, sumergiéndote en música, como en tus peores momentos (acaso este era uno de ellos, o no). Me estarías sufriendo y queriendo con un puñal en la izquierda y un reloj detenido en la derecha (¿Te recordé el reloj de pie sin cuerda que sonó el día de la tormenta y fin de año?).
Tengo de todas las verdades, la menos cierta. Cierta es la noche con sus arropes y quimeras. Cierta la química de las sábanas con melodías de cuarto de hora. Me era más fácil extrañar. Y es que ahora estarías leyendo en el sillón de moho tomando el receso de tu desesperanza, fabricando un regreso cafeinado con los brazos a medio abrir. Estarías desarmando desencuentros, volviendo inicuo el palpitar extravagante de tus pupilas (templo de fe para mis labios resquebradizos), sin más efecto catalizador que el cereal en el piso (¿Y esa pelea y el reloj detenido?).
Podrías esperarme con el reloj de bolsillo en la izquierda y el puñal en la derecha, descontando a cuenta gotas el cáncer del aire que susurra con malicia que ya no hay más leche, ni huevos, ni sonidos. Respirando el mal que hace la tarde pesarosa un infierno acá y allá.
Y ya no está y ya no estoy. Pero de algo estaba segura esta vez y siempre. Voy a volver.