domingo, 13 de octubre de 2013



A veces, la necesidad de encierro lucha codo a codo con la indefinible sensación de descalzarse, como figura clave del rompecabezas, de traer a colación la difícil tarea de entender (poner en lenguaje palpable y propio un mecanismo ajeno, pero sería algo más complejo, algo menos tan así), la última gran tarea del condenado, y poner en práctica un juego de liberación extrasensorial donde cada trinar, cada golpe, sea una simple nota en la trama de algo mucho mayor y consonante. Y yo, con mi tonta forma de sentirme tonto, busco enaltecer hasta lo más alto cada costumbre insignificante, las escalo desmesuradamente y se transforman a mis ojos en fuertes puntos de eterna libertad, una fuerza incandescente que separa los impuestos y el papel de cocina, y la semilla de un abrazo, el suave oleaje de la inocencia. Le era dado así, sin mayores presentaciones, sin un anuncio importante, le surgía innato y confirmaba con cada acción una admiración de mi parte, algo tan inaccesible a mis ojos.

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