Cuando tengo la decencia de pronunciar tu nombre, un
yo-sé-qué me fervoriza y me estremece, erizando las palabras que prosiguen, y
las frases que te armo como si de amor quisiera expresar cuestiones. Subí
trepando con ansiedad la cúpula para la aurora de un mundo para armar, al borde
de la mano (me tocaba las yemas con el tacto propio de tus hombros). Ahí me
gusta decir tu nombre, porque si cae agua se mojan mis labios que tiendo a
humedecer una y otra vez porque tu nombre así lo pide, y si hay sol no importa,
porque la sombra de dos arbolitos me refugian como debe ser. También escribo tu
nombre con esa máquina de escribir que encontramos tirada en la plaza, llena de
tierra (vos te reías porque soy ocurrente, y porque me gusta la tierra, las
máquinas de escribir, las cosas tiradas y la plaza) y si bien no tengo hojas, y
las teclas se traban y no hay tinta, darle con fuerza a cada letra de tu nombre
me hace sentir que puedo escribirte el aire y hacer de vos una historia con los
matices que requiero cuando pasa esto (de añorar, escribir, decir tu nombre).
La primera vez que lo dije me sonreías tontamente como tontamente yo
pronunciaba mal tu apellido con tantas zetas y haches, que no, ni de cerca dije
una sílaba bien, pero no pasaba nada porque vos me sonreías tontamente, ¿y yo
qué más iba a hacer?. Y esta máquina que se traba. La probé aunque vos decías
que se iba a trabar y yo te decía que si se trababa podría escribir mejor, como
si trabarse o no fuera un factor decisivo en lo que tenía para decir y para
expresar, y vos me decías que sí, que no funcionaría y que no escribiría ni
diría nada porque no se entiende lo dicho en el viento (alguien la había tirado
en la plaza al fin y al cabo, eh). Ya ni me acuerdo lo primero que escribí,
pero era algo de vos y tu nombre (que escribí peor de lo que lo pronunciaba,
imaginate), y también algo tierno y triste, o algo de unas nenas que jugaban
ahí y que me vieron levantando la máquina del barro, sacando la piedrita que
trababa la jota, y mirando cariñosamente el borrón en la eme, la pe y la equis.
Hice la promesa de escribir un cuentito o diez poesías, y hacerme la escritora
famosa cuando ni el cuadro podía pintarte, aunque me lo pedirías en tu
cumpleaños, al otro mes, o al otro año, cuando ya pronunciaba tu apellido y nos
reíamos de la tontera de esa vez, que fue la primera vez que entendiste un poco
más las plazas, la tierra y las máquinas de escribir. Yo entendí de vos, y de
las pausas que gustabas crear, antes de abrir un regalo, al descubrir el olor
de un champiñón salteado, al despertarte en medio de la noche e ir hasta la
ventana del living, y escuchar bajo el calor aprensivo la fiesta, la borrachera
de los miércoles a la noche que siguen y siguen girando mientras dormís sin mí,
porque así dormías en ese momento, y dormir entonces digo, de nuevo y sin
reparo como si nada hubiera pasado abajo, afuera, ni el calor, para encontrar
una carta mía en el borde de la puerta a la mañana, que te había dejado a la
noche sin revelarte mi presencia ni que yo era la causa de tu despertar, ni la
fiesta, ni la borrachera, y que te diera vueltas la cabeza era signo de que hoy
había entrado en tu mente y no te olvidarías tan fácil de la máquina de
escribir aire, ni de mi sonrisa maníaca infantil moviendo tierrita. Y ahora que
estoy escribiendo esto así, nadie lo va a leer, y las teclas siguen
despintadas, hasta algunas trabadas, y nada importa, nada ni nadie, y se me
acalambran los dedos ya, besitos y adiós. Adiós adiós adiós.
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