sábado, 30 de marzo de 2013



Un montón de fotos que son necesarias para darles besos, los justos para las cosas que se lo merecen. Como las notas de heladera, los zoquetes colgaditos de una rama porque olían mal y los tiré afuera (y después llovió, siempre). Un montón de papeles arrugados por el viento, tironeados por la modorra y cuando me tiro a dormir en cualquier lado que ofrezca las comodidades típicas del sol que cae calentando baldosas. Me despierto acalambrado, hecho un manojo, y con mi tiranía sedentaria me arrastro pendenciero al rincón más frío de mi cama deshecha y muero una tarde, una noche y la hora del almuerzo. Sin embargo, hay días que me quedo estacionado entre el patio y la puerta que nunca cierra del todo, y dibujo con los dedos transpirados las formas inventadas de un nombre que alguna vez supe y que elegí olvidar. Un nombre que me suena a todo y nada, que me gusta pronunciar por primera vez porque nunca supe las letras que lo componen. Un nombre al que le invierto las sílabas y le dibujo escaleras que vienen y van encastrándose en mis dedos y mi transpiración y el tartamudeo tonto al leer lo que escribo (porque aprendo al instante que olvido cada letra y el sonido de esto que intento hacerme entender). A veces me quedo dormido ahí, y se me cubre el pelo de hojas y ramitas, y de la noche viene una melodía que me canta al oído despacito, tenue y sublime, finito y total.

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