Un montón de fotos que son necesarias
para darles besos, los justos para las cosas que se lo merecen. Como las notas
de heladera, los zoquetes colgaditos de una rama porque olían mal y los tiré
afuera (y después llovió, siempre). Un montón de papeles arrugados por el
viento, tironeados por la modorra y cuando me tiro a dormir en cualquier lado
que ofrezca las comodidades típicas del sol que cae calentando baldosas. Me
despierto acalambrado, hecho un manojo, y con mi tiranía sedentaria me arrastro
pendenciero al rincón más frío de mi cama deshecha y muero una tarde, una noche
y la hora del almuerzo. Sin embargo, hay días que me quedo estacionado entre el
patio y la puerta que nunca cierra del todo, y dibujo con los dedos
transpirados las formas inventadas de un nombre que alguna vez supe y que elegí
olvidar. Un nombre que me suena a todo y nada, que me gusta pronunciar por
primera vez porque nunca supe las letras que lo componen. Un nombre al que le
invierto las sílabas y le dibujo escaleras que vienen y van encastrándose en
mis dedos y mi transpiración y el tartamudeo tonto al leer lo que escribo (porque
aprendo al instante que olvido cada letra y el sonido de esto que intento
hacerme entender). A veces me quedo dormido ahí, y se me cubre el pelo de hojas
y ramitas, y de la noche viene una melodía que me canta al oído despacito,
tenue y sublime, finito y total.
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