Me fascinan los atardeceres. Esos últimos vestigios del día, el último asomo de la mirada del sol. Cada uno es único, cada uno tiene una historia que contar, un recuerdo que rememorar, un olvido para sumar. La gente los observa con agrado, belleza y admiración en sus miradas, encontrando la gloria momentánea que moja el espíritu y embadurna el alma. Las personas olvidan sus olvidos, recuerdan sus memorias y viven sus futuros.
El último ocaso que vi fue largo, tal vez el más largo que haya visto jamás en todos mis años, y el que más ardía, no sólo por el fuego del sol y sus rayos, sino también en mi cabeza, haciéndome volar en cada palabra hasta el techo cerebral, estallándolo y elevándome al espacio, al infinito.
Ese día yo estaba sólo. Los días se habían consumido, absorbidos por una demoledora realidad que antaño jamás había vivido. Si bien perdí, encontré.
Pido perdón, a la vida y a su persona, si mis palabras son confusas o carecen de sentido alguno para cualquier extraño. Quiero ante todo recorrer los caminos que me dejaron donde estoy hoy, quiero mostrar la luz ante el juicio de su mente, y de la mía.