Es
preciso que no vuelvas para que mi plan urdido hace tanto cobre efecto. Es
preciso que no vuelvas, sólo así podré encontrarte. Yo sé que del tiempo no hay
retorno, y somos dos de cada parte, cenizas a cada lado, con una fuerte amalgama
de final. Andaré por corredores mansedumbre asimilando tercamente lo que
llamamos gemas, ardiendo como todo un devoto al suave crisol de tu piel antaño
mi cáliz y hoy eternamente algo más, lejano y cercano, pero sobre todo eterno.
Parece hace tanto que fuimos peces de colores en un cosmos absurdo y voraz,
como fríos contracorriente, un gran salto al siguiente escalón. Y hoy, en
repetición, somos nuevamente el viento que sopla en la cara de alguien más.
¿Hasta dónde habríamos llegado esta vez? Al lecho de piedra, elemental en el
propio nacimiento, máxima expresión de un nos sobre el yo. Hoy la noche es la
cuerda que le damos a la vida, y es también la pura salvación de un quehacer.
Pero es preciso que no vuelvas, así está previsto, no hay que contrariar a los
designios. Es que si volvieras no sabría dónde encontrarte, ¿serías el sol
después del camino o el ojo de la tormenta? En cambio ahí tan fría, apretada
como una tonta a los horarios de tránsito muerto, aguijoneando el desprolijo
estandarte que te define, la participación del verbo ansiado (hoy también).
Entonces no habría reproche ni signo alguno de crimen, ni sangre ni la estela
de un olor que me suplica huida. Como parte final del plan, inventarte, descubrir
qué melodía te define, y hace de vos algo cierto pero ejemplar, y basado ya en
eso, interpretar esta carencia como el baluarte definitivo de una oportunidad
extra, de que todo volvería a ser si lograra que no fuera, ergo
irrevocablemente dejarnos las sombras o lo demás para después, y llenarnos de
despedidas, siempre áureas, siempre despedidas.
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