Quizá lo más interesante que me ocurrió en mi vida fue perderlo. Sentí el amor más puro tocado por el arpa de luz táctil que era su ser. Necesité su aliento que me sacaba de cada cajón de penumbra.
Hoy todo murió. El abedul es el único que observa en su halo. No rie ni susurra, solo come el infinito pensamiento pesimista, la incertidumbre del final.
Las esperanzas son licántropas, metamórficas, multiformes, solo la fe las disfraza, las obliga a añorar futuros, perfecciones tan imperfectas como inmundas.
Siempre me gustaron los días nublados. Las arremolinadas nubes tienen una juguetona soledad tan compañera en los cuadros del olvido que pincelan la totalidad del recuerdo y lavan la pena inducida con las gotas de lluvia.
Sería que a tientas yo buscaba la habitación vacía del espíritu, aunque me ocultara en la falsa máscara del sol, en las palabras que imprudentemente brotaban al amor.
Los abrazos me comunicaron silencios entre tanta ventizca boreal de ruido.
Dormí en sus ojos, soñé en su pecho, grité la vida y nadé en la canción del río de sus tranquilizantes esposmódicos que recorrían en suavidad mi cuerpo.
Esa vez le escribí una carta. No se que letras usé para representar en esta dimensión mis sentimientos. A veces endurezco mis palabras y en su carozo hay amor.
Pasé días escribiéndola, buscando las frases que ajustaran el ritmo del tiempo a la melodía de mi visiñon. Ví mucha lluvia caer y enternecí desde los albores de mi pureza.
Cuando nos vimos la duda y la inseguridad devolvieron la inquietud de no poder controlar cada sensación, cada acción, pensamiento, mirada, cada revelación de las personas. Siempre fue mi sueño el de calcular y predecir cada ínfima porción de segundo. Tal vez algún cuento en mi pasado suministró este sueño haciéndolo florecer en inciertos rincones.
Desvelé mi última noche, y mis cansinos vestigios de lágrimas los noté en sus ojos también.
Lloró, no se tranquilizaba y yo tampoco. Que difícil ser perecedero y no poder aceptar el triunfo de la muerte, que escala inagotable el acantilado por el que trepamos todos. Siempre nos alcanza.
Ese día nuestro amor murió. Lo que se había fundido en mí se despedazó en mi salto.
Salté del acantilado. La desgarradora fuerza del tren no titubeó al apagar mi llama. Ya no tengo que amarme más, ni más ojos buscarán mi odio.
La carta voló de entre mis dedos, sus dedos y por fin viví el silencio. No se si la muerte saltó conmigo pero jamás volví a saber de ella.
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