1
La
polaca. La polaca en los brazos de otro. La polaca besando sus hombros, tocando
su pecho. La inercia de sus cuerpos volando contra mis ojos. La pared de mi
mente que implosiona ladrillo por ladrillo y deja ver más allá (donde se besan,
se tocan, se abrazan). La calleja penumbra por la que corre la polaca para
alejarse de mí, lejos, muy lejos de lo que conocemos. Bien cerquita el fluir
era imperceptible. Hermosamente adormecidos entre el presente y nosotros, sin
pasado ni futuro. La polaca que goza y estrepitosamente ríe del incendio de
nuestra alcoba, de la corrosión de nuestros caminos. Sin embargo, parecía
feliz. Feliz de la corriente de mi sangre que fluye por el piso, de la penumbra
de mis ojos opacados por su luz, de la rabiosa forma con que besa lo que no es
mío (esa fuerza de posesión incontrolable). Tenía la pedante manera de caminar
sobre mi cadáver (¿Ya dije que yo era un cadáver?) sin mirar atrás. Me pisoteó
y no le importaba. También me pisotearon sus mentiras, me pisotearon sus
triquiñuelas asfixiantes de amor desalentado. Realmente disfrutaba con todo
esto, con lo que perdí en las partidas, con lo que ganó en esta mano (con la
suerte de principiante que no tengo). Era su jueguito suculento de putrefacción
y humedad. Observarme como un espécimen que luego descartará. Era el desdén de
la experiencia pasada, la fórmula infalible para acribillar mi positivismo. La
piel ya no importaba. Era la ambivalente pasión de la polaca con su aroma a
sexo que una y otra vez me llamaba para que la tuviera, la que me afiebraba
impunemente para perderme en una relación de amor despiadado hacia ella y su infinitud.
Al
principio los pasos sobre la madera sonaron tímidos, indecisos. Eran como esos
besos primerizos de una adolescencia que supimos tener (y que nos reencontraría
cuando la causalidad así lo quisiera). Me recorriste una y otra vez, alrededor
y por dentro, hasta que extasiada, colmada de mí te repusiste del cansancio de
viajar y navegar, y posaste tu posteridad en mis manos. Las manos tuyas,
manchadas de tinta, las mías, de polvo. Si nos quedábamos así por tanto tiempo,
nos volveríamos un montoncito de polvo en un rincón, el viento nos tumbaría,
claro está, pero estábamos descalzos y, en estos cruciales temblores, estar
descalzo es la clave. Tampoco me resistí a esa transformación. Dejamos que la
lentitud nos apaciguara la llamita de la inequidad (tus besos tienen distinto
peso según la estación).
La
polaca, ay, la polaca. Me sabía a libertad, me sabía a frenar. Estar con ella
es volar, y es dejarse llevar por pasiones que se desatan. Estar con la polaca
es mandar todo al carajo, es la idea de que estacionando la angustia
desaparecerá y con ella vendrá el goce eterno de la vida sin problemas. Estar
estando es vivir respirando, sonar el chasquido de sus dedos que me hacen
verla. Fue tal vez por eso, que en ese instante me dolió más que nunca no
tenerla conmigo.
2
Desde
antes yo te había soñado. Había tenido una visión de retorno, de reencuentro
afectivo. Te encontraba brazos abiertos para mostrarme un lugar donde nunca me
desintegraría. Eras para mí una causa perdida (y encontrada). Extrañamente no
corríamos, aunque teníamos a todos buscándonos y ningún deseo de ser
encontrados, porque no importaba. No importaba otra cosa más que tu
recibimiento cafeinado y mi quiebre de vencedor vencido para ser atendida por
tu pulcritud. Probablemente más de una noche soñé eso, pero hubo una que
destacó su forma. En él íbamos en una balsa a toda velocidad, como escapando de
las luces matinales, pero no nos desplazábamos. En el preciso instante donde un
arpón atravesaba tu pecho me desperté oliendo pasto húmedo, con la cabeza tan
en ningún lado como vos y tu ausencia (extrañarte ahora sería burdo). Había
tanto para extrañar que no alcanzaba un sueño para completar este encierro de
mi propia alineación. Me faltó postura para tener dignidad y llamarte a patadas
para que entiendas que tan lejos no podíamos ir (que no podíamos escapar de
nuestra piel y sus vicios). Al fin y tarde entendí que la eternidad que se
sueña es opaca en nuestros ojos porque no deja ver el piso. Que las trabas que
encontramos no son otra cosa que vivir y vivirnos, y que llegar a esa eternidad
no es cosa de hoy ni de mañana. Para perpetuarse hay que soñar, y para soñar
hay que vivir (los sueños viven aunque no se los sueñe). Es que al final no
estabas, al final no te escondías bajo la cama para sorprenderme y reírnos,
sino que probablemente estarías masticando una soledad, leyendo en un sillón,
sumergiéndote en música, como en tus peores momentos (acaso este era uno de
ellos, o no). Me estarías sufriendo y queriendo con un puñal en la izquierda y
un reloj detenido en la derecha (¿Te recordé el reloj de pie sin cuerda que
sonó el día de la tormenta y fin de año?).
Tengo
de todas las verdades, la menos cierta. Cierta es la noche con sus arropes y
quimeras. Cierta la química de las sábanas con melodías de cuarto de hora. Me
era más fácil extrañar. Y es que ahora estarías leyendo en el sillón de moho
tomando el receso de tu desesperanza, fabricando un regreso cafeinado con los
brazos a medio abrir. Estarías desarmando desencuentros, volviendo inicuo el
palpitar extravagante de tus pupilas (templo de fe para mis labios
resquebradizos), sin más efecto catalizador que el cereal en el piso (¿Y esa
pelea y el reloj detenido?).
Podrías
esperarme con el reloj de bolsillo en la izquierda y el puñal en la derecha,
descontando a cuenta gotas el cáncer del aire que susurra con malicia que ya no
hay más leche, ni huevos, ni sonidos. Respirando el mal que hace la tarde
pesarosa un infierno acá y allá.
Y
ya no está y ya no estoy. Pero de algo estaba segura esta vez y siempre. Voy a
volver.