Consistía
en contar la vida en no más de diez centímetros, en las piezas aleatorias. Y
aunque por entonces perro mira luna no significaba más que una luna, un perro y
un mirar, pronto se entendería como el medio más confiable para conocernos, un
método desprejuiciado donde la piedra en el pasto era una declaración
metafísica de unión, o una alegoría al destierro. No era mandatorio anexar un dibujo
ahí donde falla un soliloquio aparente (y si éramos no sé cuantos con eso). No
faltaría el tonto que pensara en una unión de cuanto garabato viera (el papel
grasiento de esa hamburguesa estación de tren, la factura de luz y el reverso
de una plantilla de zapato) para encontrar una continuidad reveladora, como
fragmentos divididos, pasajes de una obra mayor, y se vería triple tonto por
pensar, buscar y creer (o negar el fracaso) que la ha encontrado.
Ya
para cuando estábamos ahí los mensajes eran cosa corriente, un desayuno
necesario. De eso se trataba también. Saber al otro en sueños y marcar con
palabras la noche.
Una
de las partes más jugosas del asunto era descubrir los ficticios, materia
complicada en primeros términos. Eso daba de qué hablar. El salvoconducto ¿de
qué? Bueno, quizás de una existencia mediocre (¿hasta qué punto puede
considerarse mediocre una existencia?). Reformular en términos como esos un
vivir tenía algo por lo menos especial, pero estaba claro. No se podía reducir
sólo a eso. Tal vez un poco más sucio, de eso que no vale lavarse y ya. Podía
ser una forma de independencia con el despojo de una equivalencia imagen
palabra y la resistencia a aprehender a uno como un todo.
Surgía
este método como una necesidad de un lenguaje tan propio a los suspiros como
para emplearlo al anular la verborragia. Porque todo vale cuando se respira en
silencio. Cuando el pecho subibaja lleva adelante y atrás, arriba y abajo
huracanes de poco más que aire. Se nos descascaró el habla, cayéndose como si
la piel fuera la máscara, el diseño de un abrigo contra toda esa fuerza externa
en lo que tenía uno que decir para no encasillarse en las incomodidades del no
sé qué. Se debiera a mi negación por una conversación que no da más que lo que
puede dar, o a lo que tuviera que ser, y así.
Y
escuché las hojas rasgadas. Un ritual, un vientre, el tuyo probablemente.
Probablemente tu vientre en el lugar correspondiente. Y probablemente los dos
haciendo un vocabulario que nos identifique entre los cientos de rostros,
aunque sin mirarnos, sin mirar las miradas, sin poblar la mente con el recuerdo
de una cara y armar la ajena con cientos de miles. Entonces tendrías la nariz
aquella, con la profundidad de esa sonrisa, el mentón recto aquel y la frente
amplia como esta misma. Pero se haría todo de nuevo con los rasgos de ese día,
de la esquina y la parada, o del almacén, el árbol cobijo, o el mantra
agobiante de la tarde.
Consistía
en contar la vida sin mirarse, dejando un mensaje corto en donde otro pudiera
encontrarlo, o no, pero en esencia, abriendo lo que hay que abrir de una vez en
la vida. Las reglas están para romperse, dicen y dicen.